22 de noviembre de 2010

Soledad, que bonita eres.

Un buen día Soledad fue a buscarla; se colocó a su lado, le agarró la mano y le prometió que siempre estarían juntas. Ese día M. se enfadó, lloró, pataleó y gritó (¡Soledad, no es a ti a quién quiero!). Pero no sirvió de nada. Todo esfuerzo fue inútil. Soledad se mantuvo a su lado, agarrando su mano y sonriendo. 
M. empezó a tener miedo, miedo a Soledad. Pensaba que Soledad quería matarla, ahogarla. Cada vez las cuatro paredes de su habitación estaban más cerradas; no salía de la cama... era como si hubiera enfermado. Lloró todo lo que tenía que llorar, y lo que no también. Hacía tiempo que no levantaba la persiana, todo estaba oscuro. Le dolían los huesos. (...)
... pero M. ¿de verdad pensabas que iba a durar para siempre?
Con el paso de los días, M. descubrió que Soledad podía ser la más maravillosa compañera de viaje que tendría nunca. Soledad también la salvó. Le enseñó que la felicidad no reside en otras personas (ni siquiera en esa persona, como ella tanto se había empeñado); cualquiera que quiere ser feliz, puede. Porque la felicidad se encuentra dentro de uno mismo. En cada cosa que hace. En aprender a disfrutarlas.
Soledad le recordó (o le enseñó) a M. lo mucho que le gustaba tener amigas con las que reírse muy mucho, y ver los problemas tan pequeñitos que casi llegas a olvidar que existen. Escribir. Coleccionar vasos de Starbucks con motivos navideños, comer castañas en buena compañía por Gran Vía. Descubrir rincones de Madrid. Volver a sentirse especial para alguien, ilusionarse con la ilusión; los mensajes de buenas noches, protegerse del frío, un abrazo inesperado. Le gustaba ver su sonrisa en el espejo cada mañana, los rizos de su pelo, ser la más bonita de la fiesta y bailar. ¡Volver a disfrutar! Sobretodo bailar descalza cuando los tacones de sus zapatos se hacían insoportables. Y que de repente sonara esa canción y volverse loca de la emoción. Pintarse los labios de rojo... y dejar ese rojo tatuado en otros labios cada noche (y quién sabe si también en algún corazón). Mirar viejas fotografías pegadas en la pared y recordar los buenos tiempos; echar de menos. Le gustaba mucho echar de menos, a quien sabía que también la echaba de menos a ella. Aprender (de los errores, para no volver a cometerlos; del dolor, para que no le vuelva(s) a doler). Resucitar y sentirse viva. Le gustaba tirar a la basura los sueños viejos y arrugados (esos que no le habían llevado a ninguna parte, los que no valían la pena), y crear nuevos sueños por los que luchar. A M. le gustaba luchar por ella. Despertarse y sentirse mejor cada día. Orgullosa, contenta. Ver como poco a poco lo iba consiguiendo... si, conseguía eso por lo que ni ella misma hubiera apostado un duro. Descubrió que le gustaba caerse, porque lo mejor venía después: levantarse. Y ver un día como te has levantado después de haberte dado el golpe más duro, es lo mejor que te podría pasar. Es lo mejor que le podría estar pasando. Sentirse fuerte y segura y saber que nunca más volvería a llorar por lo que quedaba atrás, porque lo más importante, lo mejor... eso, estaba delante. 
Soledad le enseñó a M. que lo más importante de la vida es aprender a volar solo. Y el día que M. aprendió eso... ese día, lo recuerdo como si acabara de suceder ahora mismo. M. levantó la persiana, abrió la ventana y gritó:
  ¡Soledad, que bonita eres!

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