12 de diciembre de 2010

En Madrid, la Navidad se siente como en casa.

El mundo es como una gran bola de nieve; ha llegado la Navidad. Papá Noel espera con sus renos para llenar de felicidad el mundo. La gente apura sus compras, sus vestidos para la última noche del año. Qué zapatos quedarán mejor, con cuales sabrán caminar toda la noche. El frío amanece con el sol en casi todas las ciudades de España; cuesta dormir, porque con los pies fríos todo es más difícil. La vida amanece fría, como los días, aunque a media tarde M. recibe un poco de calor en forma de besos. De esos que curan, y tanto le gustan. Gira, todo gira. Regalos de ida y vuelta; abrazos de ida y vuelta. Personas que se quedan y otras que se van. Palabras que se transforman de un año para otro. Todo pierde significado. Este es uno de esos momentos en el que las canciones tienen las palabras adecuadas. Todas las canciones hablan de mi. Que difícil es el lenguaje de las palabras y qué fácil el de los gestos. M. se declara experta en meter la pata y decir cosas fuera de lugar, pero con el corazón puro. Sólo hace lo que siente. Quizá debería aprobar un master de contención. Porque no es capaz de contenerse, y al final un torrente de palabras llena el mundo que la rodea. Palabras, nieve, y apenas se puede salir de casa. El paraguas no aguanta tal terrible vendaval. Sin embargo, es Navidad. En Madrid y en todas partes. Y en Navidad, las personas se vuelven buenas y perdonan, y dejan atrás los rencores; mandan tarjetas y mensajes alegres, y desean lo mejor a los demás. Ha llegado la Navidad, y todo parece más puro, más mágico. Pero M. no es capaz de perdonar, ni siquiera para susurrar un triste “Feliz Navidad”. La bola de nieve tiene una melodía melancólica que lo envuelve todo, y sólo queda cerrar los ojos y soñar. Soñar con que la vida sonríe tanto como la gente por estas fechas, que cada regalo es una ilusión envuelta de alegres colores. Tenía desde hace meses el regalo perfecto pensado, y ahora ese regalo nunca se comprará, y no aparecerá el 25 de Diciembre debajo de ningún arbolito iluminado. Le apetece regalar algo. Pero no lo hará. Cada invierno es diferente, y eso es un hecho. Cada año se ilusiona y se desilusiona más, pero es parte de la vida. Y esta Navidad se le encoge el corazón cada vez que piensa que en diez días, tendrá que volver a pisar esas calles… ¡qué pesadilla! En Madrid, la Navidad se siente como en casa. O mejor. Esta ciudad caótica se ha transformado; la gente sonríe por la calle, come bocatas de calamares y se compra pelucas y gorritos. Enciende bengalas. Regala y compra ilusiones en los puestos de la Plaza Mayor. Saca fotos dentro del árbol de la Puerta del Sol. La gente de Madrid olvida sus problemas, sale a la calle y disfruta. Se respira felicidad por todas las esquinas. Aquí nadie es extranjero, y menos en Navidad. Madrid hace que M. vea todo tan lejano, y sobretodo… tan fácil. Aquí todo es fácil. Ojalá… ojalá pudiese gritar “YO ME QUEDO EN MADRID”, como dice esa canción de Sabina; le apetece ser feliz, tanto como lo es aquí. Pero es imposible serlo en casa, con los fantasmas que allí habitan. 
Yo me quedo en Madrid. Yo me quedo en Madrid. Yo me quedo en Madrid.

A M. le encanta Madrid en Navidad; ojalá pudiese... ojalá. 


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